top of page

Mona lisa

Interpretación de la obra:

Fernando Botero

Monalisa

1978

Óleo sobre lienzo

183 x 166 cm

 

 

Presencias que humanizan

Al referirnos al cuadro de Homenaje a de La Tour aludimos, en cierta forma, al modo como Fernando Botero se vincula a la tradición de la mejor pintura, recreándola a todo lo largo de su trayectoria. Son muy conocidas sus variaciones sobre una Monalisa infantil y juvenil en los años sesenta. Por ello vale la pena detenerse en su Monalisa de 1978, la cual trata, desde una concepción que, sin dejar de ser muy boteriana, sosiega y atempera sus brochazos expresionistas y las grandes flores que la acompañan, con una pátina más tersa y uniforme y una concentración más estricta en su motivo. Es una Monalisa más "clasicista" si se quiere.

Hay tanta paz sonreída y tanto dominio espacial gravitan do alrededor de esa figura plena que gracias a ella comprendemos mejor la estética redonda de Fernando Botero. Su exaltada capacidad para sin perder el enigma del referente, objeto de infinitas interpretaciones, incluida la de Sigmund Freud en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910) y su proverbial sonrisa, aquí pícara y a la vez difuminada, lograr que ella se apodere de esa piel dulce y ese ancho y satisfecho rostro plácido y le descubra una belleza conmovedora y en alguna forma cómplice. Un monumento estático pero lleno de vida en los bucles que enmarcan su guiño.

El juego se ha enriquecido: Botero vuelve a pintar la Monalisa y nosotros asistimos regocijados a esa aventura que se inició hace mucho tiempo cuando la recreó a los cinco, siete, nueve años. Cuando la exploró en sus inicios. Ahora Botero ha madurado y la Monalisa con él. Esta aventura nos encanta y seduce pues la vimos reconstruida con la iconoclastia fervorosa de sus juveniles trazos expansivos. Sólo que incluso entonces ella permanecía ceñida por el rigor de una forma que era en realidad excesiva. La forma Da-Vinci-Botero amenazaba con desbordar el marco del cuadro y la humanidad de sus proporciones de gran muñeca, pero algo sutil en su vocación realista la sostenía clásica y en realidad definitiva.

La Monalisa ya era un signo inconfundible en nuestra mente y en nuestra concepción de lo que era la pintura. Ni siquiera Marcel Duchamp aplicándole un bigote pudo romper su consagrado poder de ícono. Botero, como ahora se dice, no interviene sobre ella, modificándola desde el exterior. La vive desde dentro. La expande. La desarrolla, al máximo, potenciando su carga plástica. No la agrede ni la desvirtúa. Coge cada uno de sus elementos y los coloca en una escala mayor para así avasallarlos con su fuerza y recordarnos que ella sigue siendo, sin remedio, la pintura.

La Monalisa de Botero que ahora, en Bogotá, nos mira indiferente, como debe ser, ante el transcurrir del tiempo y la gente delante suyo. Pero hay tal ternura expresiva en esos ojos fijos y en esos labios plenos de inmóvil malicia que su majestuosidad, mucho más imperiosa y exigente, ha adquirido un nuevo ingrediente interno: el toque Botero. La sonrisa de quien nos dice: miren con qué gusto me atrevo a pintar de nuevo la Monalisa.

No ha perdido su poder de esfinge, interrogándonos con el vacío de su forma receptiva. Acoge todas las preguntas sabiendo que subsistirá incólume como pintura. Mientras más la miremos será menos nuestra y más Botero en su estilo, en su marca y en su rúbrica.

Además el paisaje que la circunda, con volcanes congela dos y nubes que son una orla de mármol sobre el verde horizonte de los sueños, tiene algo de complemento onírico a esa interrogación indescifrable. Al volverla a pintar Botero ha develado de nuevo su figura. Nos ha situado en el centro de ese fuego inmóvil, de esa interrogación perpetua que es la pintura. Rondamos, en vano, en torno suyo, al tratar de asediar esa presencia única que se ríe compasiva. La respuesta, entonces, sólo la tiene el propio Botero que pudo vivir con ella durante tantos años y tantas metamorfosis. Que alcanzó a convivir, hasta el fondo, y por último, con su cercana lejanía.

Que diferencia, en todo caso, con la Maribarbola de 1984. Despótica, implacable, la poesía de Velázquez ha envejecido en sus arrugas ceñudas y en la dura base rosa con que vestido, moño y collar sostienen esa masa de carne, a la vez movediza y rígida. Que se pliega con indudable amargura y a la vez nos afrenta y denuncia. La enana se ha vuelto el inmisericorde monstruo que la luz perfecta de Las meninas había mantenido oculta dentro de la milagrosa armonía del conjunto.

 

 

 

bottom of page